Cuando le preguntaban a Juanchón cuál era el amor de su vida, de inmediato respondía que la comida, porque todo sus pensamientos estaban concentrados únicamente en comer.
Pero tenía suerte el muy condenado, porque comiendo como comía debía estar deforme y parecer un elefante de gordo y, sin embargo, Juanchón era de esas personas con un raro metabolismo que, por mucho que tragara, se mantenía más o menos en forma.
Como si no bastara, gozaba de un rostro fácil, una sonrisa agradable y una gran simpatía natural, todo lo que se necesitaba para atraer a las pepillas del barrio, quienes se lo disputaban sin que Juanchón le diera bola a ninguna de ellas. Y si en alguna oportunidad se dejaba atraer por alguna hermosa joven, era para vivir una aventura pasajera, pues jamás se comprometía con ninguna.
Cuando los amigos le reprochaban esa indiferencia hacia las mujeres y las bellezas que había dejado pasar, Juanchón justificaba su renuente actitud alegando que, si se comprometía seriamente con alguna de ellas, enseguida le iban a estar criticando que comiera tanto, lo iban a obligar a hacer dieta y, en el peor de los casos, iba a tener que compartir la comida con ella.
Por eso sorprendió a todos que un buen día Juanchón anunciara que se iba a casar. De modo que sus amigos lo miraron con los ojos muy abiertos y, deseosos de saber quién era la elegida y por qué había tomado tan inesperada decisión, le preguntaron:
-¿Con quien vas a casarte?
-Con Esculapia –respondió el comilón con cara de felicidad.
-¡¿Con Esculapia?! ¡¿Con tantas mujeres lindas enamoradas de ti y tú escogiste a la fea de Esculapia?! –exclamaron los amigos sin poderlo creer.
-La verdad es que no te entiendo, compadre –le dijo uno de ellos negándose a aceptar la realidad-. ¿Qué tú le encontraste a esa mujer que te atrajo de esa manera?
Juanchón puso los ojos en blanco, se relamió de gusto y respondió:
-¡Que hace un potaje de frijoles negros que no hay quien se resista!
Betán
martes, 1 de enero de 2008
lunes, 1 de octubre de 2007
CRÓNICA POR UN DESENCUENTRO
Todavía estoy tratando de separar los pensamientos de las emociones. El color de la sorpresa persiste ante mis ojos. La noticia me impregnó de voces íntimas y lejanas. Y tu muerte –definitivamente- no me deja en paz. Y es que nunca vamos a acabar de acostumbrarnos, Betán. Porque además, el día que lo hagamos, estaremos negando una parte importante de la vida humana, esa muerte que no es un contratiempo de la existencia sino parte de ella. Pero no terminamos de aceptar que la muerte tiene que vivir también.
Ahora, cuando todos nos cruzamos miradas de desconcierto ante tu cuerpo, me pregunto, Betán, si cuando escribiste los últimos chistes de tu vida, o mejor diría, joyas betanianas, podías saber que el horizonte ya estaba limitado para ti, si sabías que esos árboles que no se agotan de empinarse al cielo con la madera y la sombra, la flor y el fruto propensos, iban a desaparecer de tu vista. La muerte, con su acostumbrado misterio, se llevó las respuestas. Pero no los recuerdos.
Manuel, ya sabes, el caricaturista, nos presentó una vez en casa. Recordarás que por poco muero del susto al tener ante mí y en mi casa, nada menos que a Betán, mi ídolo de aquellos números memorables de Palante. Yo participaba en un concurso en que eras jurado y aunque mi trabajo no se pudo premiar por situaciones coyunturales, tú, Betán, ¡nada menos que tú!, viniste a decirme que era el mejor trabajo presentado porque estaba, “muy bueno, muy bueno”, como solías decir.
Todavía no sabía que ibas a ser mi maestro. Yo te leí un cuento –malísimo- seguramente, y tú con esa benevolencia de siempre, dijiste otra vez, “¡Muy bueno, muy bueno”! y como premio de consuelo o porque viste en mí algo de talento, mi invitaste al periódico (¡qué cosas, nunca decíamos semanario!) y tu carisma y mis ganas de ser como tú, hicieron todo lo demás. Cuando publiqué mis primeras cosas, aquellos los resentidos de siempre comentaban el lugar común: “el discípulo está superando al maestro”, sin saber que esas iniciales cuartillas eran arregladas por tu brillante pluma.
La oficina –esa pequeña oficina de la redacción- donde nacieron tantos proyectos devenidos en premios, fue testigo de nuestra amistad y también de nuestros desacuerdos, tú diciendo, “esto sobra, quítalo”, y yo insistiendo en que estaba bueno. El principiante enmendándole la plana al maestro. Pero todo se olvidaba al final, con el texto terminado, con un café y un cigarro compartido, y tú diciendo: “¡Muy bueno, muy bueno”!
Fuimos amigos, colegas y no por simpatía instantánea, sino que fui descubriendo que el Periodismo para ti era mucho más que un entretenimiento o una forma de vida: era tu alma. Y yo también quería eso para mí. Y me enseñaste lo que sabías, sin la mezquindad del temeroso egoísta que oculta lo que sabe. Me confiabas los trucos de la profesión. Me obsequiabas tramas para cuentos y me retabas al decirme: “búscale un buen final”. Y yo trasnochaba buscando “un buen final” para ti aunque el trabajo llevara mi firma. Quería que te sintieras orgulloso de tu alumno y esperaba impaciente mientras leías la cuartilla, sólo para que llegara ese momento mágico en que decías, sonriendo: “¡Muy bueno, muy bueno”!
Mis primeros premios tuvieron tu impronta y cuando me dieron el carné de la UPEC te dije: “Gracias a ti”. “¡No”, rectificaste, “gracias a ti”… ¡Qué cosas, como si tú te llamaras Modesto!
No te escatimé respeto ni afecto, Betán. Y como no podía ser de otra manera, fuiste partícipe de todos mis logros, incluso, de aquellos que ya no pasaban por tu pluma pero sí por tus ojos de experto. Y cuando me convertí en un humorista de experiencia, ¡cuánto me gustaba escucharte decir: “¡Muy bueno, muy bueno”!
Yo fui tu discípulo, Betán, fuiste mi maestro, y tú te reías cada vez que te lo decía o lo escuchabas cuando yo lo expresaba en algún lugar. Ante ti siempre fui un principiante porque tú eras esa excepcionalidad humorística que yo quería ser. Continuamente estuve orgulloso de ti, Betán. Como lo está ahora, este periodista y humorista de los años que te evoca y promete que tu recuerdo suavizará con mucho los desasosiegos de esta aventura humana que es vivir. Y sé que donde quieras que estés andarás pensando en la broma de ocasión porque serás siempre un humorista, “¡muy bueno, muy bueno”!
¡Adiós, humorista!... ¡Adiós, maestro… adiós, Betán!
PELLY
Ahora, cuando todos nos cruzamos miradas de desconcierto ante tu cuerpo, me pregunto, Betán, si cuando escribiste los últimos chistes de tu vida, o mejor diría, joyas betanianas, podías saber que el horizonte ya estaba limitado para ti, si sabías que esos árboles que no se agotan de empinarse al cielo con la madera y la sombra, la flor y el fruto propensos, iban a desaparecer de tu vista. La muerte, con su acostumbrado misterio, se llevó las respuestas. Pero no los recuerdos.
Manuel, ya sabes, el caricaturista, nos presentó una vez en casa. Recordarás que por poco muero del susto al tener ante mí y en mi casa, nada menos que a Betán, mi ídolo de aquellos números memorables de Palante. Yo participaba en un concurso en que eras jurado y aunque mi trabajo no se pudo premiar por situaciones coyunturales, tú, Betán, ¡nada menos que tú!, viniste a decirme que era el mejor trabajo presentado porque estaba, “muy bueno, muy bueno”, como solías decir.
Todavía no sabía que ibas a ser mi maestro. Yo te leí un cuento –malísimo- seguramente, y tú con esa benevolencia de siempre, dijiste otra vez, “¡Muy bueno, muy bueno”! y como premio de consuelo o porque viste en mí algo de talento, mi invitaste al periódico (¡qué cosas, nunca decíamos semanario!) y tu carisma y mis ganas de ser como tú, hicieron todo lo demás. Cuando publiqué mis primeras cosas, aquellos los resentidos de siempre comentaban el lugar común: “el discípulo está superando al maestro”, sin saber que esas iniciales cuartillas eran arregladas por tu brillante pluma.
La oficina –esa pequeña oficina de la redacción- donde nacieron tantos proyectos devenidos en premios, fue testigo de nuestra amistad y también de nuestros desacuerdos, tú diciendo, “esto sobra, quítalo”, y yo insistiendo en que estaba bueno. El principiante enmendándole la plana al maestro. Pero todo se olvidaba al final, con el texto terminado, con un café y un cigarro compartido, y tú diciendo: “¡Muy bueno, muy bueno”!
Fuimos amigos, colegas y no por simpatía instantánea, sino que fui descubriendo que el Periodismo para ti era mucho más que un entretenimiento o una forma de vida: era tu alma. Y yo también quería eso para mí. Y me enseñaste lo que sabías, sin la mezquindad del temeroso egoísta que oculta lo que sabe. Me confiabas los trucos de la profesión. Me obsequiabas tramas para cuentos y me retabas al decirme: “búscale un buen final”. Y yo trasnochaba buscando “un buen final” para ti aunque el trabajo llevara mi firma. Quería que te sintieras orgulloso de tu alumno y esperaba impaciente mientras leías la cuartilla, sólo para que llegara ese momento mágico en que decías, sonriendo: “¡Muy bueno, muy bueno”!
Mis primeros premios tuvieron tu impronta y cuando me dieron el carné de la UPEC te dije: “Gracias a ti”. “¡No”, rectificaste, “gracias a ti”… ¡Qué cosas, como si tú te llamaras Modesto!
No te escatimé respeto ni afecto, Betán. Y como no podía ser de otra manera, fuiste partícipe de todos mis logros, incluso, de aquellos que ya no pasaban por tu pluma pero sí por tus ojos de experto. Y cuando me convertí en un humorista de experiencia, ¡cuánto me gustaba escucharte decir: “¡Muy bueno, muy bueno”!
Yo fui tu discípulo, Betán, fuiste mi maestro, y tú te reías cada vez que te lo decía o lo escuchabas cuando yo lo expresaba en algún lugar. Ante ti siempre fui un principiante porque tú eras esa excepcionalidad humorística que yo quería ser. Continuamente estuve orgulloso de ti, Betán. Como lo está ahora, este periodista y humorista de los años que te evoca y promete que tu recuerdo suavizará con mucho los desasosiegos de esta aventura humana que es vivir. Y sé que donde quieras que estés andarás pensando en la broma de ocasión porque serás siempre un humorista, “¡muy bueno, muy bueno”!
¡Adiós, humorista!... ¡Adiós, maestro… adiós, Betán!
PELLY
sábado, 17 de marzo de 2007
miércoles, 28 de febrero de 2007
miércoles, 13 de diciembre de 2006
MALA NOCHE PARA EL HOMBRE LOBO
Parecía una noche perfecta para la licantropía.
La luna llena esquivó a una nube traviesa y salió a cielo abierto para alumbrar con todo su esplendor, llenando de fuerza vital al Hombre Lobo que desde hacía muchos días esperaba este momento para salir de cacería.
De inmediato se activaron los mecanismos de transformación en todo su cuerpo, que se fue encorvando hasta ponerse en cuatro patas, mientras se cubría de una espesa y oscura pelambre.
Las orejas se le alargaron, la boca se le llenó de relucientes dientes y colmillos que destellaron al reflejar la luz lunar, prestos a morder y desgarrar. Y cuando la transformación estuvo completa, salió de su escondite en busca de una víctima para saciar su hambre feroz.
Agazapado en una oscura callejuela, donde la luz de la luna no alcanzaba a alumbrar todavía, vio aproximarse a un hombre que caminaba desapercibido, por lo que llegó al convencimiento de que sería la víctima perfecta. Dejó que se acercara lo suficiente y, cuando ya lo tenía muy cerca y sin posibilidades de escapar, le salió al encuentro de un gran salto y lanzando un rugido aterrador.
Fue entonces que ocurrió algo inesperado, cuando la luna llena salió de detrás de unos techos y bañó con su claridad el callejón, produciendo un efecto no previsto en la presunta víctima, que comenzó a convulsionarse extrañamente, iniciándose en él una sorpresiva transformación.
El Hombre Lobo no podía creer lo que estaba sucediendo y, cuando la transformación del otro estuvo completa, aulló en una mezcla de pánico y amargura, mientras se rascaba frenéticamente con una de las patas traseras:
-¡Le zumba el merequetén, caballeros! ¡Con tantas presas fáciles e indefensas que andan por ahí, y a mí se me ocurre escoger al Hombre Pulga!
Betán
La luna llena esquivó a una nube traviesa y salió a cielo abierto para alumbrar con todo su esplendor, llenando de fuerza vital al Hombre Lobo que desde hacía muchos días esperaba este momento para salir de cacería.
De inmediato se activaron los mecanismos de transformación en todo su cuerpo, que se fue encorvando hasta ponerse en cuatro patas, mientras se cubría de una espesa y oscura pelambre.
Las orejas se le alargaron, la boca se le llenó de relucientes dientes y colmillos que destellaron al reflejar la luz lunar, prestos a morder y desgarrar. Y cuando la transformación estuvo completa, salió de su escondite en busca de una víctima para saciar su hambre feroz.
Agazapado en una oscura callejuela, donde la luz de la luna no alcanzaba a alumbrar todavía, vio aproximarse a un hombre que caminaba desapercibido, por lo que llegó al convencimiento de que sería la víctima perfecta. Dejó que se acercara lo suficiente y, cuando ya lo tenía muy cerca y sin posibilidades de escapar, le salió al encuentro de un gran salto y lanzando un rugido aterrador.
Fue entonces que ocurrió algo inesperado, cuando la luna llena salió de detrás de unos techos y bañó con su claridad el callejón, produciendo un efecto no previsto en la presunta víctima, que comenzó a convulsionarse extrañamente, iniciándose en él una sorpresiva transformación.
El Hombre Lobo no podía creer lo que estaba sucediendo y, cuando la transformación del otro estuvo completa, aulló en una mezcla de pánico y amargura, mientras se rascaba frenéticamente con una de las patas traseras:
-¡Le zumba el merequetén, caballeros! ¡Con tantas presas fáciles e indefensas que andan por ahí, y a mí se me ocurre escoger al Hombre Pulga!
Betán
Suscribirse a:
Entradas (Atom)